Mi nombre es Laura Fernández, tengo veinte años y soy
de un pequeño pueblos de la Comunidad Valenciana. Lo que voy a contar a
continuación es una historia que nos ocurrió a dos amigos y a mí, hace ya diez
años mientras pasaba las vacaciones de verano en casa de mi abuela.
Un día muy caluroso, llegó a comisaria una llamada
telefónica de la red ferroviaria. Quien llamaba era maquinista del tren, que
estaba extremadamente nervioso; pero se le llegaron a entender perfectamente
las palabras “grave accidente”, “cadáver” y “vía”. Intentaba explicar que hacía
unos pocos minutos, había atropellado a una persona en las vías del tren. No lo
tenía muy seguro, la verdad, habría jurado que no lo había tocado, pero aun
así, admitió el atropello.
En ese momento, Paula y Clara Vista, dos hermanas que
trabajaban como detectives en comisaria, se dirigieron al lugar de los hechos;
ellas serían las encargadas de dirigir las investigaciones.
Cuando llegaron al lugar del accidente, estaba lleno
de curiosos que se habían ido amontonando. La alarma la dimos Pedro Gutiérrez,
Sandra García y yo; quienes encontramos el cadáver mientras buscábamos una
pelota que se nos había escapado mientras jugábamos.
Con paciencia, la policía fue despejando la zona y
pudieron empezar su trabajo junto con la ayuda de los detectives.
El cuerpo sin vida se encontraba en medio de las vías,
y no había señales de que hubiera estado de pie en el momento del accidente;
más bien parecía que hubiera estado agachado, o incluso tumbado. Nada hacía
sospechar que fuera un accidente, más bien todo lo contrario, perecía un suicidio.
Al examinar el cuerpo, la cara estaba completamente
desfigurada, al parecer el golpe había sido en la cara, siendo imposible
reconocerlo; al mirarlo más detenidamente, las puntas de los dedos parecían
haber sido quemadas, como si alguien hubiera intentado borrarle las huellas
dactilares. Tras la primera exploración del cuerpo por parte del forense,
esperaron la llegada del juez para que ordenara el levantamiento del cadáver.
Por fin llegó el juez, era un hombre mayor, muy
conocido por todos ya que llevaba muchos años en el puesto. Habló un rato con
el forense, Carlos Picadillio, un joven italiano que había llegado a la ciudad
como alumno en prácticas y le habían ofrecido quedarse.
En el instituto anatómico forense, Carlos empezó a
inspeccionar el cadáver, buscando en la ropa por si había algún documento que
ayudara a su identificación, pero no encontró nada.
Continuará...
No hay comentarios:
Publicar un comentario